Desde su aparición en
septiembre, El origen perdido,
última novela de la alicantina Matilde Asensi, figura en
las listas de libros más vendidos. Publicada por
Planeta, la autora vivió durante dos meses una intensa
campaña de promoción. Concedió entrevistas a prensa y
revistas literarias, pero sólo en una ocasión habló
sobre su obra en público. Ocurrió el 30 de octubre de
2003 en Bañeres (Alicante), donde fue entrevistada por
José Ferrándiz Lozano, columnista de Información,
y mantuvo un coloquio con los lectores. Estas páginas
son el resumen de aquella conversación. En El origen
perdido tres informáticos se ven forzados a
emprender una investigación, debido a que al hermano de
uno de ellos de Arnau, el narrador de la
historia se le manifiesta una extraña enfermedad
en la que cree estar muerto. Pronto descubren que el
desliz tiene mucho que ver con el estudio que está
realizando sobre la lengua de los aymaras, civilización
preincaica que tuvo su cuna en la actual Bolivia. Poco a
poco, aceptan que tal vez el remedio no está en ningún
tratamiento convencional sino en el poder de las
palabras. Descubren que el aymara es un lenguaje de
codificación perfecta, y eso es les llevará a Bolivia.
¿Cómo se te ocurrió relacionar todas estas cosas?
Pues la verdad es que
no tengo ni idea. Yo creo que la mejor definición para
lo que es la inspiración la dio Umberto Eco en unas
declaraciones en las que decía que la creación era el
chispazo eléctrico que se produce cuando dos ideas
aparentemente inconexas de repente encajan. Y eso es
absolutamente cierto. ¿Cómo se me ocurren las ideas? Lo
único que puedo decir sobre El Origen perdido es
que era la época en que estaba de actualidad los del
genoma humano. Estaba el telediario continuamente dando
información sobre el tema y se me ocurrió que el
código genético podía ser como un código
informático: programable; es decir, era un código para
escribir la vida. Esas dos ideas se juntaron: código
genético y código informático. Como yo llevaba tiempo
diciendo que quería escribir algo sobre el lenguaje,
estaba leyendo En busca de la lengua perfecta de
Umberto Eco. Él hablaba de que el aymara era como un
lenguaje de programación, tenía el mismo sistema
matemático. La novela estaba ahí.
¿Dónde te documentaste? ¿En los libros? ¿En
internet? ¿Te asesoraste con algún especialista?
Sólo en las dos primeras, quizá porque soy de
trabajos solitarios. Lo que hago es comprar muchísimos
libros, muchísimos, muchísimos. Leyendo las ideas se
van generando. Luego lo que hago cuando encuentro un tema
concreto es seguir comprando libros y utilizar internet,
que me sirve para documentarme. Y bueno, cuando se trata
de cosas terribles como el latín o el griego entonces
sí, entonces recurro a amigos que saben de estas cosas.
Hombre, yo latín y griego lo di en COU, pero de ahí a
saberlo de esa manera
pues no.
El aymara todavía es más raro.
Es rarísimo, es la cosa más rara que he
visto. Pero a través de internet me ponía emisoras
bolivianas para pillar la forma de hablar, las
expresiones de allí. Llegaba un momento en que estaba
más al tanto de las noticias de Bolivia que de las de
España. Había programas en aymara, y eso fue lo que me
permitió escuchar el aymara hablado, que es increíble,
que es una maravilla.
En la novela los tres informáticos, junto a una
muy misteriosa arqueóloga, se adentran por los pasillos
de una pirámide de las ruinas de Tiwanaco. Sorprende tu
descripción de utensilios para descender. Los que
practican espeleología dicen que te sabes muy bien lo
que hay que llevar. Hasta conoces marcas. ¿Eres
espeleóloga?
En absoluto. No tengo ni la menor idea de esas
cosas.
¿Y cómo lo describes con tanto detalle?
Porque en el despacho de mi agente en
Barcelona, Antonia Kerrigan, trabaja Lola Gulias. Los
catalanes son muy aficionados a este tipo de actividades:
senderismo, montañismo, espeleología. Lola y su marido
son de esa gente que llega el fin de semana y en lugar de
irse a descansar a tu casa, que yo creo que no va mal, se
dedican a subir cinco miles, a bajar seis miles. Yo
escribo, se lo mando a Lola y a continuación ella me
manda un mail y me dice que todo eso no vale nada,
que el material que he puesto está anticuadísimo y que
ahora se lleva
Y entonces empieza: las Petzl, las
no sé qué
Y yo digo: pues vale. Lo copio, pero no
tengo ni idea.
No hay duda de que en tu libro haces una gran
publicidad de las ruinas preincaicas bolivianas. Tal vez
alguien, al leerlo, decida visitarlo. ¿Has recibido
algún agradecimiento desde allí?
No, no, no. No he recibido agradecimiento ni
nada de nada en absoluto. Lo que pasa es que cuando
escribí el libro en mí había un deseo de que ese país
fuera más conocido, de que la gente tuviera más
conciencia de lo que está pasando allí. Hombre, en
general es con toda Latinoamérica, pero cuando más me
documentaba sobre Bolivia realmente llegaba un momento en
que me indignaba. Nosotros, con el Estado de Bienestar,
no somos conscientes, pero aquella gente vive en la más
absoluta de las miserias, a un grado que ya no es que no
tengan casas, es que no tienen sanidad, no tienen
educación, no tienen nada, pero por la sencilla razón
porque es un país rico de que tiene unos
préstamos que devolver que les están comiendo la vida.
Dejemos Bolivia y no olvidemos que las primeras
doscientas páginas transcurren en Barcelona, una de tus
ciudades.
Hombre, claro.
Y que no la habías novelado todavía.
Es mi segunda ciudad. En realidad, de Madrid no
conozco lo suficiente, pero de Barcelona sí. Es más, la
casa de Arnau es donde estaba mi Colegio Mayor, donde he
vivido. A la hora de describir su casa, la ubicación y
las calles, me venía perfecto. Estando en una firma de
libros de Barcelona aparecieron dos alumnas del mismo
colegio que eran de Alicante, y les dije: fijaros y
veréis que donde estáis ahora viviendo vosotras es
donde está la casa del protagonista.
En Iacobus, El
último Catón y El origen perdido
hay una investigación que se realiza a través de un
viaje. Tus personajes han recorrido el camino de
Santiago, han visitado ciudades como Roma, Atenas,
Jerusalén, Alejandría, países como Bolivia
Has
descrito estos escenarios con todo detalle.
Algunos los conozco.
Lo primero que uno piensa es que viajas mucho y
que debes pasarte las horas en los aviones.
¿Y entonces quién escribe las novelas? De eso
nada. No, no; imposible, imposible. Lo que pasa es que
hay una leyenda extraña de que para poder escribir una
novela hay que ir al sitio y documentarse. Hay una
anécdota muy buena de Álvaro Cunqueiro que se la oí a
Susana Fortes. Por lo visto, a Cunqueiro se le acercó un
becario a pedirle por favor que le firmara un papel para
que le dieran una beca para ir a Londres porque quería
escribir una novela sobre Londres. Cunqueiro le dijo:
pobre de ti si tienes que ir a Londres para documentarte
para una novela sobre Londres, no serás buen escritor
nunca. Y es cierto. Lo de ir al sitio para documentarse
es muy reciente. El avión es del siglo XX, y se ha
escrito literatura desde muchísimo antes. No creo que
sea necesario ir al lugar, siempre y cuando lo describas
con fidelidad. Aquí, cuando te ponen una etiqueta ya se
te queda: no vas a los sitios a documentarte. Voy a
algunos, a otros no. Y por supuesto que conozco muchos de
los que he descrito. Lo que pasa es que ya lo he
reconocido públicamente: me da terror el avión, y a
Bolivia no iré en mi vida. Mientras no pongan un barco
como el Titanic otra vez en marcha yo no cruzo el
Atlántico.
Cuidado con los Titanic, que se hunden.
Sí, pero el Queen Elisabhet 2 no, que ya lo
tengo localizado.
En El último Catón la
protagonista era mujer y tenía tu misma edad. Parecía
un trasunto tuyo, aunque tú no eres monja.
¡No, por favor!
¿Dónde estás en El origen perdido,
si es que estás?
Es que estoy en todas las novelas, aunque no
hay ningún personaje que sea trasunto, como dices. Hay
muchas opiniones mías, muchas reacciones, pero estoy en
todos los personajes. También estoy en Galcerán de
Born, en Ana Galdenao, la de El salón de ámbar,
en Sara la Hechicera, en Marta Torrent. El personaje
llega un momento en que se va de tus manos y no lo
controlas, pero la materia prima es tuya. Estoy en todos.
En todos y en ninguno, entiéndeme; cada uno es
independiente.
Hay además un personaje secundario en esta
última novela tratado con mucho cariño. Se trata de la
abuela del protagonista, una abuela que a pesar de la
edad mantiene cierta complicidad con su nieto.
Un espíritu muy cordial.
¿Has querido homenajear a alguien o es pura
creación?
Ese sí que es de pura creación, igual que la
tía Juana en El salón de ámbar, la monja que
está en el monasterio donde esconden los objetos
robados, la que tiene un negocio ilegal de guardamuebles
en el monasterio, en Ávila. A esos personajes los
identifico bastante porque me resultan muy agradables de
escribir, me gustan mucho. De ambos, en principio, tenía
la idea de que tuvieran más protagonismo, pero una vez
que el desarrollo empieza ya no puedes controlar. Les
tengo mucho aprecio, pero son invención pura. No es
ninguno de mis abuelos, ni de mis tíos.
Hace poco se te vio en televisión recordando
cómo te cautivó en tu niñez El conde de
Montecristo. ¿Supongo que tú también eres
de las que le cogiste el gusto a la lectura con Dumas,
Julio Verne, Stevenson o las aventuras de Los
cinco?
Pues claro, leer no tiene por qué ser un
sufrimiento. Yo leo y he leído de todo. Y debo reconocer
que es mérito de mi familia. En mi casa teníamos dos
bibliotecas: la de mis abuelos, que vivían abajo, y la
de mis padres. He leído incluso lo que no me permitían.
Esperaba a que se fueran todos de casa y cuando me
quedaba sola iba a los libros prohibidos.
Hay quien dice que a los novelistas de aventuras
sólo les interesa el argumento, que dan un trato muy
superficial a los personajes, que incurren en tópicos,
que no se preocupan más que del entretenimiento.
Las críticas que el género de aventura
despierta siempre son las mismas. Y eso también es
tópico. A mí que me vengan y me digan: mire, usted
escribe muy mal. Ah, vale, pues estupendo. Pero que no me
digan: sus personajes son planos, sólo se fija en el
argumento. Yo escribo género de aventura. El día que
escriba literatura social o literatura política, o
costumbrista, o lo que sea, o la literatura que tuvimos
en la Transición, que era muy política, o literatura
naturalista francesa, usted me hace una crítica respecto
a eso. Pero yo escribo género de aventura. ¿Con quién
me están comparando, entonces? ¿Con Cervantes, que
también era de aventuras? En este país no hay
tradición porque no rebuscamos. Nos hemos metido como
literatura seria, entre comillas, una serie de novelas
que son de aventuras y las hemos salvado de la quema de
brujas. Cuando aparece Arturo Pérez-Reverte, que es el
que abre el fuego, se le tiran encima; y si no es por el
apoyo de los lectores estaba destrozado hace mucho
tiempo. Conmigo, una vez pasado Pérez-Reverte, no van al
cuello. O pasan, o son medio buenas, o son medio malas.
No tengo queja de la crítica; era más o menos lo que
esperaba. Pero sí es verdad que detecto ese desprecio,
esa especie de imagen que hay que salvaguardar por
purismo, seriedad o academicismo puro. ¿En qué se
contrapone esto con el género de aventuras?
Tus novelas son cinematográficas. Sin embargo,
no hemos visto ninguno de tus títulos en cine.
Ni lo verás.
¿Te lo han propuesto?
Claro que me lo han propuesto. Pero no lo
verás. Uno de los productores más importantes de este
país quiso comprar las ocho aventuras que aparecen en El
último Catón, las ocho pruebas, para ponerlas en el
Camino de Santiago. No se trataba de Iacobus, no
tenía nada que ver con Iacobus. Eran las ocho
pruebas que se hacen por distintas ciudades
mediterráneas. Y entonces dices: mire, perdone, pero no.
Y luego te insisten: es que su novela necesita como
mínimo ciento cincuenta millones de las antiguas pesetas
para El salón de ámbar y nosotros no
contamos con ese presupuesto. ¿Entonces, qué van a
hacer? De momento, mi idea es no vender nada al cine,
aunque dicen que escribo novelas cinematográficas.
Aunque no las escribo pensando en el cine, eso lo puedo
asegurar. Y desde luego no está en mi mente. Tendría
que verlo clarísimo, tendría que ver que van a hacer
algo decente o digno, que se puede ver.
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El sueño
de juventud J.F.L.
Cuando escribe una novela,
se levanta a las cuatro o cinco de la tarde y se acuesta
a las siete u ocho de la mañana. Desde muy pequeña se
aficionó ya a la lectura; algunas de sus compañeras del
colegio Teresianas de Alicante todavía recuerdan que, a
veces, sacrificaba el recreo para quedarse leyendo en el
aula. Luego se fue a Barcelona, a estudiar periodismo en
la Universidad Autónoma. Se licenció en Ciencias de la
Información y regresó a su Alicante natal. Su primer
artículo, que publicó en el diario La verdad en
los años ochenta, se titulaba "Bikini o
bañador". Después pasó por Radio Alicante-SER y
Radio Nacional, además de ejercer como corresponsal de
la agencia Efe. Pero como lo que quería era escribir
ficciones comprendió que el periodismo le robaba lo que
más necesitaba: el tiempo. Y se presentó a una plaza de
administrativa en el Servicio Valenciano de Salud, a la
búsqueda de un horario laboral estricto que le dejara
libre el resto de horas. A partir de 1995 empezó a
llegar lejos en algunos premios literarios: fue finalista
del Ciudad de San Sebastián y del Gabriel Miró de
cuentos, y obtuvo el premio de novela corta Felipe Trigo
en 1997. Quería ser novelista y, aunque le costó y tuvo
que aceptar algunas calabazas editoriales, encontró una
agente literaria, Antonio Kerrigan, que apostó por ella
y la introdujo en el mercado editorial. En 1999
Plaza&Janés asumía el riesgo de lanzarle con su
novela El salón de ámbar, que se anunciaba como
"una vuelta de tuerca a las historias de
aventuras". Iacobus, en 2000, se situó
durante varias semanas en las listas de libros más
vendidos, éxito que se quedó corto comparado con el que
en 2001 obtuvo con El último Catón. Con El
origen perdido se ha estrenado como autora de la
editorial Planeta.
En lo de escribir reconoce
algún antecedente familiar. En su estudio conserva una
caricatura de su abuelo materno, Alfonso Carratalá,
periodista alicantino en los años veinte y treinta. Lo
de la fama tampoco cae de nuevas en la familia: es
sobrina del futbolista Juan Manuel Asensi, que en los
años sesenta y setenta jugó en el Elche, Barcelona y
selección española.
No da por acabado un libro
hasta que no se ha salido con la suya con el diseño de
la portada. Sus títulos están accesibles en librerías,
grandes superficies, aeropuertos, áreas de servicio de
las autopistas, círculos de lectores. Se pueden adquirir
en edición de tapa dura y de bolsillo.
Ya no ejerce el
periodismo, ya no es administrativa del Servicio
Valenciano de Salud; hoy sólo se dedica a lo que fue el
sueño de su juventud: escribir. Así ha cambiado la vida
de Matilde Asensi en poco más de cuatro años.
En
su taller
J.F.L.
Ernesto Sábato nos
recordó en Heterodoxia que una vez le preguntaron
al norteamericano Erskine Caldwell qué necesitaba para
escribir: "¿Estar acostado como Dumas? ¿Papel
amarillo, como Lafcadio Hearn? ¿Música, como
Bacon?". Caldwell se limitó a responder que lo
único que necesitaba es "tener algo que
decir". En Matilde Asensi no se aprecian
supersticiones ni manías a la hora de escribir, como la
afición de Gabriel García Márquez a las flores
amarillas. Sin embargo, sí practica un peculiar ritual
que reveló ante sus lectores en su encuentro de Bañeres
de octubre de 2003.
"Tengo
dijo unos papeles enormes, cartulinas de esas
grandotas que usaba en el Colegio, blancas y de colores.
Tenía en casa y todavía me duran. Las voy cogiendo con
chinchetas y voy con rotuladores haciéndome el esquema.
Desde que empiezo a preparar una novela hasta que tengo
todo puede bifurcarse la historia cantidad de veces.
Entonces voy quitando papeles, comenzando de nuevo, pero
en el momento que me siento a escribir la historia está
completa en mi cabeza, incluido el desenlace. Y cuando te
pones a escribir, visualizas escenas y los personajes
toman vida es como una especie de planta que va
creciendo, que se enriquece, que florece; y ya cuando
llego a la palabra fin la pongo con muchos dibujos del word,
le hago muchas rayas, muchos subrayados, le pongo muchas
cosas. Porque es un momento importante; es una sensación
de haber creado. Es como si hubieras creado un mundo,
como si hubieras creado Marte o Venus. Has creado un
mundo que siempre estará ahí y que, luego, cada lector
recibe a su manera. Lo tengo muy claro: yo lo veo de una
forma, pero sé que cuando un lector lo coja y lo lea lo
va a leer a su forma. Y sin embargo ha nacido aquí, ha
nacido en mi cabeza. Es una experiencia increíble"
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