"Leer no tiene por qué ser un sufrimiento".
Matilde Asensi habla de su última novela

ENTREVISTA DE JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO [www.joseferrandiz.com]

EL SALT, 0 (Revista del Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert)
Abril-junio 2004

Desde su aparición en septiembre, El origen perdido, última novela de la alicantina Matilde Asensi, figura en las listas de libros más vendidos. Publicada por Planeta, la autora vivió durante dos meses una intensa campaña de promoción. Concedió entrevistas a prensa y revistas literarias, pero sólo en una ocasión habló sobre su obra en público. Ocurrió el 30 de octubre de 2003 en Bañeres (Alicante), donde fue entrevistada por José Ferrándiz Lozano, columnista de Información, y mantuvo un coloquio con los lectores. Estas páginas son el resumen de aquella conversación.

—En El origen perdido tres informáticos se ven forzados a emprender una investigación, debido a que al hermano de uno de ellos –de Arnau, el narrador de la historia– se le manifiesta una extraña enfermedad en la que cree estar muerto. Pronto descubren que el desliz tiene mucho que ver con el estudio que está realizando sobre la lengua de los aymaras, civilización preincaica que tuvo su cuna en la actual Bolivia. Poco a poco, aceptan que tal vez el remedio no está en ningún tratamiento convencional sino en el poder de las palabras. Descubren que el aymara es un lenguaje de codificación perfecta, y eso es les llevará a Bolivia. ¿Cómo se te ocurrió relacionar todas estas cosas?
—Pues la verdad
es que no tengo ni idea. Yo creo que la mejor definición para lo que es la inspiración la dio Umberto Eco en unas declaraciones en las que decía que la creación era el chispazo eléctrico que se produce cuando dos ideas aparentemente inconexas de repente encajan. Y eso es absolutamente cierto. ¿Cómo se me ocurren las ideas? Lo único que puedo decir sobre El Origen perdido es que era la época en que estaba de actualidad los del genoma humano. Estaba el telediario continuamente dando información sobre el tema y se me ocurrió que el código genético podía ser como un código informático: programable; es decir, era un código para escribir la vida. Esas dos ideas se juntaron: código genético y código informático. Como yo llevaba tiempo diciendo que quería escribir algo sobre el lenguaje, estaba leyendo En busca de la lengua perfecta de Umberto Eco. Él hablaba de que el aymara era como un lenguaje de programación, tenía el mismo sistema matemático. La novela estaba ahí.
—¿Dónde te documentaste? ¿En los libros? ¿En internet? ¿Te asesoraste con algún especialista?
—Sólo en las dos primeras, quizá porque soy de trabajos solitarios. Lo que hago es comprar muchísimos libros, muchísimos, muchísimos. Leyendo las ideas se van generando. Luego lo que hago cuando encuentro un tema concreto es seguir comprando libros y utilizar internet, que me sirve para documentarme. Y bueno, cuando se trata de cosas terribles como el latín o el griego entonces sí, entonces recurro a amigos que saben de estas cosas. Hombre, yo latín y griego lo di en COU, pero de ahí a saberlo de esa manera… pues no.
—El aymara todavía es más raro.
—Es rarísimo, es la cosa más rara que he visto. Pero a través de internet me ponía emisoras bolivianas para pillar la forma de hablar, las expresiones de allí. Llegaba un momento en que estaba más al tanto de las noticias de Bolivia que de las de España. Había programas en aymara, y eso fue lo que me permitió escuchar el aymara hablado, que es increíble, que es una maravilla.
—En la novela los tres informáticos, junto a una muy misteriosa arqueóloga, se adentran por los pasillos de una pirámide de las ruinas de Tiwanaco. Sorprende tu descripción de utensilios para descender. Los que practican espeleología dicen que te sabes muy bien lo que hay que llevar. Hasta conoces marcas. ¿Eres espeleóloga?
—En absoluto. No tengo ni la menor idea de esas cosas.
—¿Y cómo lo describes con tanto detalle?
—Porque en el despacho de mi agente en Barcelona, Antonia Kerrigan, trabaja Lola Gulias. Los catalanes son muy aficionados a este tipo de actividades: senderismo, montañismo, espeleología. Lola y su marido son de esa gente que llega el fin de semana y en lugar de irse a descansar a tu casa, que yo creo que no va mal, se dedican a subir cinco miles, a bajar seis miles. Yo escribo, se lo mando a Lola y a continuación ella me manda un mail y me dice que todo eso no vale nada, que el material que he puesto está anticuadísimo y que ahora se lleva… Y entonces empieza: las Petzl, las no sé qué… Y yo digo: pues vale. Lo copio, pero no tengo ni idea.
—No hay duda de que en tu libro haces una gran publicidad de las ruinas preincaicas bolivianas. Tal vez alguien, al leerlo, decida visitarlo. ¿Has recibido algún agradecimiento desde allí?
—No, no, no. No he recibido agradecimiento ni nada de nada en absoluto. Lo que pasa es que cuando escribí el libro en mí había un deseo de que ese país fuera más conocido, de que la gente tuviera más conciencia de lo que está pasando allí. Hombre, en general es con toda Latinoamérica, pero cuando más me documentaba sobre Bolivia realmente llegaba un momento en que me indignaba. Nosotros, con el Estado de Bienestar, no somos conscientes, pero aquella gente vive en la más absoluta de las miserias, a un grado que ya no es que no tengan casas, es que no tienen sanidad, no tienen educación, no tienen nada, pero por la sencilla razón –porque es un país rico– de que tiene unos préstamos que devolver que les están comiendo la vida.
—Dejemos Bolivia y no olvidemos que las primeras doscientas páginas transcurren en Barcelona, una de tus ciudades.
—Hombre, claro.
—Y que no la habías novelado todavía.
—Es mi segunda ciudad. En realidad, de Madrid no conozco lo suficiente, pero de Barcelona sí. Es más, la casa de Arnau es donde estaba mi Colegio Mayor, donde he vivido. A la hora de describir su casa, la ubicación y las calles, me venía perfecto. Estando en una firma de libros de Barcelona aparecieron dos alumnas del mismo colegio que eran de Alicante, y les dije: fijaros y veréis que donde estáis ahora viviendo vosotras es donde está la casa del protagonista.
—En Iacobus, El último Catón y El origen perdido hay una investigación que se realiza a través de un viaje. Tus personajes han recorrido el camino de Santiago, han visitado ciudades como Roma, Atenas, Jerusalén, Alejandría, países como Bolivia… Has descrito estos escenarios con todo detalle.
—Algunos los conozco.
—Lo primero que uno piensa es que viajas mucho y que debes pasarte las horas en los aviones.
—¿Y entonces quién escribe las novelas? De eso nada. No, no; imposible, imposible. Lo que pasa es que hay una leyenda extraña de que para poder escribir una novela hay que ir al sitio y documentarse. Hay una anécdota muy buena de Álvaro Cunqueiro que se la oí a Susana Fortes. Por lo visto, a Cunqueiro se le acercó un becario a pedirle por favor que le firmara un papel para que le dieran una beca para ir a Londres porque quería escribir una novela sobre Londres. Cunqueiro le dijo: pobre de ti si tienes que ir a Londres para documentarte para una novela sobre Londres, no serás buen escritor nunca. Y es cierto. Lo de ir al sitio para documentarse es muy reciente. El avión es del siglo XX, y se ha escrito literatura desde muchísimo antes. No creo que sea necesario ir al lugar, siempre y cuando lo describas con fidelidad. Aquí, cuando te ponen una etiqueta ya se te queda: no vas a los sitios a documentarte. Voy a algunos, a otros no. Y por supuesto que conozco muchos de los que he descrito. Lo que pasa es que ya lo he reconocido públicamente: me da terror el avión, y a Bolivia no iré en mi vida. Mientras no pongan un barco como el Titanic otra vez en marcha yo no cruzo el Atlántico.
—Cuidado con los Titanic, que se hunden.
—Sí, pero el Queen Elisabhet 2 no, que ya lo tengo localizado.
—En El último Catón la protagonista era mujer y tenía tu misma edad. Parecía un trasunto tuyo, aunque tú no eres monja.
—¡No, por favor!
—¿Dónde estás en El origen perdido, si es que estás?
—Es que estoy en todas las novelas, aunque no hay ningún personaje que sea trasunto, como dices. Hay muchas opiniones mías, muchas reacciones, pero estoy en todos los personajes. También estoy en Galcerán de Born, en Ana Galdenao, la de El salón de ámbar, en Sara la Hechicera, en Marta Torrent. El personaje llega un momento en que se va de tus manos y no lo controlas, pero la materia prima es tuya. Estoy en todos. En todos y en ninguno, entiéndeme; cada uno es independiente.
—Hay además un personaje secundario en esta última novela tratado con mucho cariño. Se trata de la abuela del protagonista, una abuela que a pesar de la edad mantiene cierta complicidad con su nieto.
—Un espíritu muy cordial.
—¿Has querido homenajear a alguien o es pura creación?
—Ese sí que es de pura creación, igual que la tía Juana en El salón de ámbar, la monja que está en el monasterio donde esconden los objetos robados, la que tiene un negocio ilegal de guardamuebles en el monasterio, en Ávila. A esos personajes los identifico bastante porque me resultan muy agradables de escribir, me gustan mucho. De ambos, en principio, tenía la idea de que tuvieran más protagonismo, pero una vez que el desarrollo empieza ya no puedes controlar. Les tengo mucho aprecio, pero son invención pura. No es ninguno de mis abuelos, ni de mis tíos.
—Hace poco se te vio en televisión recordando cómo te cautivó en tu niñez El conde de Montecristo. ¿Supongo que tú también eres de las que le cogiste el gusto a la lectura con Dumas, Julio Verne, Stevenson o las aventuras de Los cinco?
—Pues claro, leer no tiene por qué ser un sufrimiento. Yo leo y he leído de todo. Y debo reconocer que es mérito de mi familia. En mi casa teníamos dos bibliotecas: la de mis abuelos, que vivían abajo, y la de mis padres. He leído incluso lo que no me permitían. Esperaba a que se fueran todos de casa y cuando me quedaba sola iba a los libros prohibidos.
—Hay quien dice que a los novelistas de aventuras sólo les interesa el argumento, que dan un trato muy superficial a los personajes, que incurren en tópicos, que no se preocupan más que del entretenimiento.
—Las críticas que el género de aventura despierta siempre son las mismas. Y eso también es tópico. A mí que me vengan y me digan: mire, usted escribe muy mal. Ah, vale, pues estupendo. Pero que no me digan: sus personajes son planos, sólo se fija en el argumento. Yo escribo género de aventura. El día que escriba literatura social o literatura política, o costumbrista, o lo que sea, o la literatura que tuvimos en la Transición, que era muy política, o literatura naturalista francesa, usted me hace una crítica respecto a eso. Pero yo escribo género de aventura. ¿Con quién me están comparando, entonces? ¿Con Cervantes, que también era de aventuras? En este país no hay tradición porque no rebuscamos. Nos hemos metido como literatura seria, entre comillas, una serie de novelas que son de aventuras y las hemos salvado de la quema de brujas. Cuando aparece Arturo Pérez-Reverte, que es el que abre el fuego, se le tiran encima; y si no es por el apoyo de los lectores estaba destrozado hace mucho tiempo. Conmigo, una vez pasado Pérez-Reverte, no van al cuello. O pasan, o son medio buenas, o son medio malas. No tengo queja de la crítica; era más o menos lo que esperaba. Pero sí es verdad que detecto ese desprecio, esa especie de imagen que hay que salvaguardar por purismo, seriedad o academicismo puro. ¿En qué se contrapone esto con el género de aventuras?
—Tus novelas son cinematográficas. Sin embargo, no hemos visto ninguno de tus títulos en cine.
—Ni lo verás.
—¿Te lo han propuesto?
—Claro que me lo han propuesto. Pero no lo verás. Uno de los productores más importantes de este país quiso comprar las ocho aventuras que aparecen en El último Catón, las ocho pruebas, para ponerlas en el Camino de Santiago. No se trataba de Iacobus, no tenía nada que ver con Iacobus. Eran las ocho pruebas que se hacen por distintas ciudades mediterráneas. Y entonces dices: mire, perdone, pero no. Y luego te insisten: es que su novela necesita como mínimo ciento cincuenta millones de las antiguas pesetas –para El salón de ámbar– y nosotros no contamos con ese presupuesto. ¿Entonces, qué van a hacer? De momento, mi idea es no vender nada al cine, aunque dicen que escribo novelas cinematográficas. Aunque no las escribo pensando en el cine, eso lo puedo asegurar. Y desde luego no está en mi mente. Tendría que verlo clarísimo, tendría que ver que van a hacer algo decente o digno, que se puede ver.

El sueño de juventud

J.F.L.

Cuando escribe una novela, se levanta a las cuatro o cinco de la tarde y se acuesta a las siete u ocho de la mañana. Desde muy pequeña se aficionó ya a la lectura; algunas de sus compañeras del colegio Teresianas de Alicante todavía recuerdan que, a veces, sacrificaba el recreo para quedarse leyendo en el aula. Luego se fue a Barcelona, a estudiar periodismo en la Universidad Autónoma. Se licenció en Ciencias de la Información y regresó a su Alicante natal. Su primer artículo, que publicó en el diario La verdad en los años ochenta, se titulaba "Bikini o bañador". Después pasó por Radio Alicante-SER y Radio Nacional, además de ejercer como corresponsal de la agencia Efe. Pero como lo que quería era escribir ficciones comprendió que el periodismo le robaba lo que más necesitaba: el tiempo. Y se presentó a una plaza de administrativa en el Servicio Valenciano de Salud, a la búsqueda de un horario laboral estricto que le dejara libre el resto de horas. A partir de 1995 empezó a llegar lejos en algunos premios literarios: fue finalista del Ciudad de San Sebastián y del Gabriel Miró de cuentos, y obtuvo el premio de novela corta Felipe Trigo en 1997. Quería ser novelista y, aunque le costó y tuvo que aceptar algunas calabazas editoriales, encontró una agente literaria, Antonio Kerrigan, que apostó por ella y la introdujo en el mercado editorial. En 1999 Plaza&Janés asumía el riesgo de lanzarle con su novela El salón de ámbar, que se anunciaba como "una vuelta de tuerca a las historias de aventuras". Iacobus, en 2000, se situó durante varias semanas en las listas de libros más vendidos, éxito que se quedó corto comparado con el que en 2001 obtuvo con El último Catón. Con El origen perdido se ha estrenado como autora de la editorial Planeta.

En lo de escribir reconoce algún antecedente familiar. En su estudio conserva una caricatura de su abuelo materno, Alfonso Carratalá, periodista alicantino en los años veinte y treinta. Lo de la fama tampoco cae de nuevas en la familia: es sobrina del futbolista Juan Manuel Asensi, que en los años sesenta y setenta jugó en el Elche, Barcelona y selección española.

No da por acabado un libro hasta que no se ha salido con la suya con el diseño de la portada. Sus títulos están accesibles en librerías, grandes superficies, aeropuertos, áreas de servicio de las autopistas, círculos de lectores. Se pueden adquirir en edición de tapa dura y de bolsillo.

Ya no ejerce el periodismo, ya no es administrativa del Servicio Valenciano de Salud; hoy sólo se dedica a lo que fue el sueño de su juventud: escribir. Así ha cambiado la vida de Matilde Asensi en poco más de cuatro años.


En su taller

J.F.L.

Ernesto Sábato nos recordó en Heterodoxia que una vez le preguntaron al norteamericano Erskine Caldwell qué necesitaba para escribir: "¿Estar acostado como Dumas? ¿Papel amarillo, como Lafcadio Hearn? ¿Música, como Bacon?". Caldwell se limitó a responder que lo único que necesitaba es "tener algo que decir". En Matilde Asensi no se aprecian supersticiones ni manías a la hora de escribir, como la afición de Gabriel García Márquez a las flores amarillas. Sin embargo, sí practica un peculiar ritual que reveló ante sus lectores en su encuentro de Bañeres de octubre de 2003.

"Tengo –dijo– unos papeles enormes, cartulinas de esas grandotas que usaba en el Colegio, blancas y de colores. Tenía en casa y todavía me duran. Las voy cogiendo con chinchetas y voy con rotuladores haciéndome el esquema. Desde que empiezo a preparar una novela hasta que tengo todo puede bifurcarse la historia cantidad de veces. Entonces voy quitando papeles, comenzando de nuevo, pero en el momento que me siento a escribir la historia está completa en mi cabeza, incluido el desenlace. Y cuando te pones a escribir, visualizas escenas y los personajes toman vida es como una especie de planta que va creciendo, que se enriquece, que florece; y ya cuando llego a la palabra fin la pongo con muchos dibujos del word, le hago muchas rayas, muchos subrayados, le pongo muchas cosas. Porque es un momento importante; es una sensación de haber creado. Es como si hubieras creado un mundo, como si hubieras creado Marte o Venus. Has creado un mundo que siempre estará ahí y que, luego, cada lector recibe a su manera. Lo tengo muy claro: yo lo veo de una forma, pero sé que cuando un lector lo coja y lo lea lo va a leer a su forma. Y sin embargo ha nacido aquí, ha nacido en mi cabeza. Es una experiencia increíble"