El presidente del Congreso
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Diario INFORMACIÓN (Alicante), 10-4-2008 |
A primeros del siglo XX ocurrió en el Congreso una escena que narró al día siguiente un periódico. El presidente de la Cámara avisó a un diputado de que tenía la palabra. “Yo no la tengo pedida”, reconoció éste. “Pero, ¿Su Señoría la quiere?”, insistió el primero, a lo que el aludido, encogiéndose de hombros, respondió resignado: “Bueno”. De nos ser por esta trivialidad nadie, seguramente, se hubiera ocupado aquel día de quien presidía la sesión.
En principio, los presidentes del Congreso
no deberían adquirir protagonismo en los debates: como guardianes del
reglamento interno, su función es protocolaria. Por eso su existencia
sólo se menciona cuando toca chiste o barullo. Si no pasa nada se dan
por ausentes, de manera que a Trillo se le sigue recordando más
por su “manda huevos” musitado desde el alto sitial y de Manuel Marín
resuenan los ecos de sus amonestaciones al diputado más revoltoso de la
anterior legislatura, Martínez Pujalte, al que podríamos
calificar de “Señoría interruptus” por sus pronunciamientos desde su
escaño cuando sus rivales hablaban. El periodismo, al dar repercusión,
contribuye a esa imagen banal, y el carácter de Bono puede
conducir a la misma frivolidad. Un señor que decide no decir “ni mu” de
una cosa y se convierte en titular da mucho juego, y ya hay quien se ha
quedado con la copla, nada más empezar su presidencia, de que dispuso un
sorteo por insaculación, término que al parecer causa asombro. Así y
todo, presidir el Congreso es una de las más honrosas distinciones con
la que puede ser adornado un político. Nombres del calibre histórico de
Argüelles, Joaquín María López, Sagasta,
Salmerón, Castelar, Cánovas, Canalejas, Dato,
Romanones, Besteiro o Torcuato Fernández-Miranda se
sentaron en el alto sillón del hemiciclo. Y algunos, como Bravo
Murillo, han salido hasta en el Monopoly. |