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Hay algo en estío tan inclemente como el
calor: la canción del verano. Sufrirla es una gracia al
principio y una condena al final. Para que una pieza se
convierta en éxito veraniego bastan dos cosas: una
música pegadiza, repetitiva, nada exigente, y una letra
tonta. Repetir varias veces "Es el sol
español" sirvió a Luis Aguilé para sonar
con abuso hace más de treinta años. Preguntarse con
insistencia "¿Mami, que será lo que tiene el
negro" o aceptar que el dinosaurio no sabe cantar
permitió a Georgie Dann dar la nota. El año
pasado no hubo manera de desengancharse del
"Aserejé" hasta bien entrado el otoño. Tenía
el cántico el misterio de no decir nada en su letra
"Aserejé ja deje/ dejebe tu dejebe/ deseri
iowa a mavy/ an de bugui an de güidibidí",
más o menos como cuando Valdano explicó el
despido de Del Bosque y Hierro del Real
Madrid. La canción del verano, en fin, no es más que
una fabricación de los productores musicales, que juegan
a dar con ella, aunque no siempre lo consiguen. Estoy
seguro de que políticos con afán de protagonismo no
desdeñarían ser canción del verano. Este año los productores se han llevado un chasco al ver que el trofeo se lo han ganado varias parodias publicitarias de las canciones del verano. No sé si el equipo de Tandem DDB, autor de los anuncios del sorteo extraordinario de la ONCE, contaba con ello, pero el caso es que todo el mundo se sabe la letanía de un improvisado camarero, acompañado por un organista casero, en la azotea de un edificio: "Tengo gambas, tengo chupitos, tengo croquetas, tengo jamón ", o la "sensual" danza de tres intérpretes divertidas que cantan "Me pican los labios, me pica el corazón, me pica la medusa, medusa del amor". No menos conocida es la desordenada coreografía de otro trío, formado por los propios creativos, que corean eso de "Tú me das cremita, yo te doy cremita, ponte boca abajo, que queda una gotita". Todo un desafío a la industria musical. |