Cuando muere un Nobel

JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO [www.joseferrandiz.com]

19 enero 2002

Al conocerse en 1989 que la Academia Sueca concedía el premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela, se sacó a relucir que ya en su juventud lo había deseado. Y se recordaron sus palabras a César González Ruano en el café Gijón, cuando tenía veinticinco años: "César, yo pagaría por el Nobel el dinero que dan por el Nobel". Su obra en primer lugar, su anecdotario —avivado y aumentado con admirable pericia por él mismo—, su repertorio de distinciones, premios y doctorados honoris-causa, sus múltiples comparecencias en televisión —un medio que les faltó a sus predecesores— y por supuesto el Nobel, que siempre ayuda a muchos a descubrir lo que otros han descubierto con antelación, le convirtieron en el símbolo del escritor puro: el que vive de sus escritos, el clásico en vida. La diferencia que le distingue de otros es que rebasó los círculos de los suplementos literarios y trascendió como personaje de cuya existencia sabían los que leen y los que no leen. Por eso era, además de revolucionario de las letras y fugitivo de tantísimos tópicos, un fenómeno social.

Había Cela para quienes le admiran por sus libros y para quienes no se quedan más que con la anécdota. Se ha visto en la cobertura periodística inmediata a su muerte. Cuando corrió por la mañana la noticia de su fallecimiento, ya intuíamos que las programaciones televisivas y radiofónicas se alterarían, que al llegar al quiosco a la mañana siguiente los diarios vendrían cargados con páginas especiales, colaboraciones especiales, testimonios especiales, con el repaso biográfico de sus luces y sombras, que también de éstas tuvo. De hecho, tan significativas como las firmas que le han brindado homenaje al morir —sin grandes sorpresas, las que estaban previstas—, tan significativas como éstas, digo, han sido los silencios de otros colegas poco sensibles al éxito ajeno. Cosas que pasan cuando muere un Nobel.