Lapidaciones

JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO [www.joseferrandiz.com]

17 enero 2002

Lo hemos visto estos días porque los noticiarios de televisión lo han repetido. Se cavan dos pequeños hoyos para clavar en ellos a dos mujeres de cintura para abajo. La parte no enterrada, que es la de arriba, la cubren con una sábana para que no vean cómo un puñado de ejecutores las rodean y desde dos metros de distancia, poco más o menos, las apedrean. Les lanzan piedras gruesas y puntiagudas, apuntándoles a la cabeza, que es por lo visto donde hay que atinar. El mérito parece ser que consiste en quebrarles el cráneo cuanto antes. De hecho, no tardan en asomar manchas rojas en las sábanas blancas. Unas veces las piedras dan en el blanco y otras simplemente en el cuerpo.

Se trata, ni más ni menos, que de una lapidación de las que se practican —y permiten— en unos treinta países del planeta, a fin de ejecutar a mujeres pilladas en adulterio. Nadie piensa, en estos países, en que las causas de un adulterio son íntimas y no públicas. Y ni siquiera nos consta que a los adúlteros se les dicte la misma pena que a las adúlteras, ejecución que en todo caso no deja de ser lo que es: un ejercicio de sadismo organizado y legalizado. El sadismo, a lo que se ve, es una necesidad para darle gusto a la bestia que nuestra especie, presuntamente racional y engañosamente civilizada, cría por dentro. Sólo que ni el mismísimo autor sádico por excelencia, el reconocido marqués de Sade de quien la posteridad tomó a conciencia el término en homenaje a las escenas violentas que describía, aprobaría semejante ritual de apedreamiento, sobre todo si se le cree aquella justificación con la que quiso explicar sus excesos literarios: "Cubro el vicio con trazos demasiado odiosos, ¿quiere saberse por qué? No quiero que se le ame".