Cuarenta años de un suicidio

JOSÉ FERRÁNDIZ LOZANO [www.joseferrandiz.com]

2 julio 2001

El 2 de julio de 1961 el norteamericano Ernest Hemingway decidió culminar su biografía en la finca Ketchum. Para el punto final no utilizó ni pluma ni tecla mecanográfica, que es lo que correspondía a un escritor, sino una escopeta de caza de dos cañones. Con el suicidio de Hemingway se iba un modelo de escritor. Y hay quien se queja de que su leyenda superaba, a veces, al interés por su obra, de que ha quedado más una vida cargada de emociones —su práctica juvenil del boxeo, su colaboración con Cruz Roja en la primera Guerra Mundial, sus cuatro matrimonios y tres divorcios, su afición taurina, su etapa como corresponsal de la guerra civil española, sus cacerías en África, su alcoholismo, su insaciable búsqueda de mujeres, sus meses de residencia en la Cuba castrista o el ingreso en varios psiquiátricos— que la imagen de creador literario que reclaman sus colegas. El chileno Bryce Echenique acaba de recordar que "antes que nada fue un esteta, un artista que tuvo una idea casi sagrada y sumamente rigurosa de su oficio de escritor", juicio mucho más generoso que el que, con prosa corrosiva, le dedicó Borges: "Terminó matándose porque se dio cuenta de que no era un gran escritor. Esto lo salva en parte".

Un ejemplo de la fuerza de su leyenda lo tenemos en España, escenario de varias novelas y crónicas periodísticas, donde se le conoce más su vinculación a los sanfermines que se le lee, y donde tantos taurinos acostumbran a citar su frase de que cambiaría el premio Nobel por cortar una oreja en Las Ventas. Algún día se aceptará que detrás de tan elevada admiración por lo español existieron, tal vez, motivos menos apasionados, como los quinientos dólares que cobraba por los despachos que transmitía a la agencia NANA sobre la guerra civil o el dólar por palabra que le pagaba la revista "Life" en 1959, en su última visita a Pamplona.